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cosas (1)

Qué duda cabe lo que se escribe hoy se borrará mañana... Que mañana no se puede asumir sin un grado de intranquilidad, pero, a la vez, no podríamos vivir tranquilos son futuro. La misma necesidad de escribir, aun lo que no se quiere y aun cuando no se quiere, es la misma necesidad de vómito que provoca una resaca; una noche loca de copas y papas fritas.


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Ya no tengo dudas de que, más allá de haberme vuelto loco, todas las mujeres de su familia impactan con las misma sonrisa, congelan con la misma mirada y coquetean con las misma inocencia. No cabe duda, me repito insistentemente, que he encontrado un tema para mi poema y la historia de alguna novela. Lo único que resta es sentarse a escribirla... de madrugada que es el único tiempo que me queda libre de contaminación sonora. Poco a poco, dejar que las palabras vayan formando su Todo, sin presión, en una suerte de desliz involuntario, necesario y asqueroso.


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He vuelto a vomitar hace cinco minutos y ya no me cabe duda de que hubiera sido mejor no tomar tanta cerveza, negarme a recibir una botella más, pero, sobre todo, negarme a cantar a voz en cuello las canciones de Alejandro Fernández. Con justa razón se preguntan de dónde conozco yo a ese mexicano inescrupuloso que engatusa a sus compatriotas con sexo inseguro. No quiero volver a vomitar, así que dejo de pensar en Alejandro. Mejor está la música del vecino que no se compadece de mi jaqueca, porque no se lo he dicho; no tengo la amargada costumbre de interrumpir el domingo de mis vecinos para dejarles en claro que arruinaré el suyo si no me dejan descansar en paz. Y la paz orada el saber.


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De regreso del baño tropiezo con una silla, caigo como gato y apoyo una mejilla en el piso frío del pasadillo. En el momento que retiraba mi cara del WC recordé la danza con la que su cuerpo me gritaba, “soy la misma niña a la que nunca le dijiste te-quiero”; un brinco inesperado, suave y que le dejaba en inmejorable posición, había provocado más jaqueca. Su voz, como cualquier voz, pronunciaba mi nombre; sus ojos, como cualquier mar azul, golpeaba mi orilla siempre deseosa de más espuma... de eterna espuma que no dejara a la arena ansiosa de más.


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Dos gravol, porque están de moda. Ahora al ingresar a la facultad con los lentes oscuros diré que vengo de una fiesta, que me emborraché, que tropecé con una silla del siglo pasado y que vomité sobre los apuntes de alguna clase importante, elevando la pasividad de los apuntes a nivel de performance. Cuánto poserito decente se quedaría contento con tamaña explicación sin saber que lo último que quiero es verme como un tipo que camina por la universidad vela en mano recitando poemas de dudable procedencia neuronal.


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¿Esto se supone que es un cuento? Si es hermético no vale porque luego nadie me entiende y “uy” que tristeza para la humanidad no poder comprender unas cuentas palabras. Por eso los talleres de narrativa son un asco y ya nadie más les toma la importancia debida. Pensar en estas cosas me hace olvidar lo del vomito, las cervezas y las dos hamburguesas que me empujé anoche. Cuando pienso que debo presentarme con un cuento a un taller creo que sería adecuado elevar todas las palabras a nivel de performance y regalarles algo de mi ayer.


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El futuro se complace en presentar la vida de un Todo frustrado que se llenó más de chelas que de libros para hacer honor a su CI.

1 comentario:

Cristibel dijo...

Interesante. Muy interesante. Me gusta tu prosa.